jueves, 26 de marzo de 2009

"Cineraria" de Juan Soros























"El ingrávido peso de las horas"


Es difícil imaginar la espesura del tiempo, el gramaje con que se abisman los minutos. La imposibilidad de cuantificar el presente pone en entredicho nuestra existencia. No sabemos cuanto duran los fotogramas, lo único que vemos es la estela carnosa que dejan a su paso y de la que somos testigos presenciales, viajeros de un mismo tren con asientos que dan la espalda al destino.
Ante esta vertiginosa náusea de no poder precisar nunca nuestra posición en el universo, nos queda un consuelo que, no por ser intermitente, deja de ser alentador: el consuelo de la clarividencia. Con el insaciable ajetreo en que se baraja nuestra realidad cotidiana el hombre ha llegado a inmovilizarse, es decir, a no percatarse del paso del tiempo. Para Octavio Paz “
la inmovilidad es una ilusión, un espejismo del movimiento; pero el movimiento, por su parte, es otra ilusión, la progresión de lo mismo que se reitera en cada uno de sus cambios."
Ante esta oscilante esclerosis que adormece nuestra percepción sobre la vida, la obra de Juan Soros nos convida sin recelo una clarividencia lúcida y rigurosa que arroja luz sobre nuestros accidentes ontológicos más perturbadores: el sentimiento de culpa, la orfandad universal, la condena, la fractura entre Dios y el hombre, la muerte.
Des esta forma,
Cineraria se nos presenta como un insuflo que pone en movimiento la inmovilidad pasado. Desde el comienzo del libro, se hace latente el deseo de ser una presencia indisoluble en donde la vida inmole todas sus manifestaciones. Así lo atestiguan los primeros versos de Pira, poema que inaugura la obra: "No ser hombre/ sino morada/ de otras muertes/ y de la muerte." Esta simbiosis que Soros mantiene con la muerte será uno de los pactos más acérrimos que palpiten en Cineraria. En el poema Todestrieb, por ejemplo, la complicidad vuelve a ponerse en manifiesto: "Vino muerte y me habló/ pero no me llevó con él./ (Vivo para repetir sus palabras)". Pero, como en toda complicidad siempre queda un pequeño espacio para la inesperada traición, el final del poema sorprende por la condena que implica ser un eco mortuorio: "Y ahora bajo mi piel/ parece fluir sangre/ pero cuando me sangro/ sólo brotan cenizas."
Esta yuxtaposición entre la sangre y la ceniza será uno de los hallazgos estéticos más deslumbrantes del libro. Como se aprecia en el apartado de notas, Soros se vale del término griego
Haima melan (sangre negra) para edificar una lucha entre el dolor y la trascendencia. Agua y polvo, río y desierto, vida y muerte se desprenden de este oxímoron que aglutina una encarnizada lucha entre dos substancias opuestas y a su vez complementarias. Prueba de ello es el poema Glotta, en donde resplandece una imagen misteriosa y lacerante: "Uso una mezcla de sangre y ceniza/ para fijar en el margen del tiempo/ estos epitafios/ y lamentaciones."  La sangre y el polvo se diluyen entre sí para formar una dolorosa arcilla con la que tatuar un lenguaje indecible. Esta imagen yuxtapuesta hace pensar también, guardando las debidas distancias con el término griego, en otros dos términos de la cultura náhuatl. El primero de ellos es el denominado “tinta negra y tinta roja” que, de acuerdo con Miguel León Portilla, era la imagen de la que se valían los aztecas para aludir a la creación poética. El segundo, es el término atl tlachinoli, expresión náhuatl que significa “agua quemada”, o bien, como sugiere el historiador Alfonso Caso, que puede aludir a la sangre y al incendio. Sangre y ceniza, agua y fuego, silencio y palabra, Sorós convoca estos elementos para reiterarnos que podemos vencer a la muerte porque no somos más que muerte.
Pero vencer a la muerte no implica necesariamente una reconciliación con la naturaleza. Más que el de Sísifo, el de las Bélides o el de Titio, una muerte sin reconciliación es el suplicio más grande del mundo. En algunos poemas de
Cineraria esta temible sospecha se deja entrever. En el poema Inhumar, “los mares cierran sus abismos/ los vientos enmudecen” y no hay forma de poder repatriar las cenizas adhiriéndolas de nuevo a la naturaleza. En Liminar la franja que separa al hombre de la salvación se muestra infranqueable y desalentadora: “El cielo es aquello/ que no puedes alcanzar./ La única salida/ es iniciar un viaje/ hacia el horizonte./ Su umbral/ es tu muerte.
La desdicha de existir bajo la amenaza de la no redención acecha las páginas de
Cineraria como un signo estremecedor del que se desgranan las letras para formar un paisaje movedizo que nos muestra el tormento de la orfandad. “Exiliados de la gracia y caídos”, así hemos soportado nuestra soledad, intentando sin descanso vivificar los espejismos de la fe y apaciguando las llagas que ha dejado la extirpación del cordón umbilical que nos unía con Dios. La fractura entre dios y el hombre aún no ha soldado. Invertimos nuestros días en dar forma al callo óseo que permita restablecer la armonía con el todo. La lejanía es tanta que ni siquiera podemos deletrear el nombre del primer ser que se vio sólo en el mundo y a quien debemos nuestra soledad. En el poema Tetro, Soros dilapida de forma certera el fracaso de no poder restablecer la sintonía y el sinsabor que deja la inutilidad del sacrifico: “Por cada letra de tu nombre/ ayuno diez días junto al tentador./ Por cada letra de tu nombre/ vago diez años por el desierto./ Por cada letra de tu nombre/ soporto diez días de lluvia y deriva./ Por cada letra de tu nombre/ muero sin saber pronunciar/ tu misterio.” El poema está inyectado de una solemnidad inquietante que nos estremece como las cobrizas campanadas de una iglesia en ruinas. Sabemos que el nombre de Dios es impronunciable, que tenemos que conformarnos con el de Adonai, el señor sin nombre.
Si nos adentramos en los parajes del pensamiento judío podemos evidenciar sin complicaciones innecesarias que los esfuerzos por diluir la idea del antropomorfismo de Dios fue una constante entre muchos de sus pensadores como Filón de Alejandría, Maimónides y, por supuesto, Spnioza. La imagen de Dios dejó de ser la del hombre para convertirse en la naturaleza misma. Pero nuestro diálogo con Dios sigue siendo al parecer un diálogo fraternal o visceral como el que establecemos con otro ser humano tal y como lo hace la obra de Sorós. En
Cineraria, hay un pequeño detalle de la cultura judía que a mi forma de ver desvela muchas aristas sobre la médula del libro. Juan Soros, en uno de sus poemas, muestra un tintineo sobre una de las aportaciones más originales el pensamiento sefardí: el Tsim-Tsum. El concepto alude a la contracción de Dios para dar lugar a la creación; es decir, que de alguna forma Dios se autoexilió. Si Dios se contrajo en sí mismo para poder crear el universo, entonces no somos más que la inercia cercenada de esa primera contracción, un acto reflejo que repetimos sin cesar y que en ocasiones nos desangra. Constantemente nos contraemos: el arrepentimiento, el dolor, la condena, nos sumen hasta envenenarnos las entrañas.
Los poemas de
Cineraria son una concienzuda clarividencia sobre las contracciones del alma humana, contracciones que se vuelven más afiladas por la concisión con la que nos hablan. Contracción y concisión son las dos armas que palpitan en la lectura del libro. Movimientos de una marea que erosiona las heridas más supurantes de nuestro pasado, heridas que lavamos incondicionalmente cuando digerimos las culpas que nos roen y los remordimientos que nos aturden. Como en el poema titulado Patronato: “Las paginas en blanco son los días que me restan”, utilizamos esas páginas, estos días vírgenes para tatuar en su transparencia nuestra propia vida. Vivir es una forma de escribir sin darse cuenta, y Cineraria es un abanico de ecos que silencian nuestro presente.
Para Soros, el poema es a la vez un intento de ritualizar la muerte, una germinación silenciosa de vida. Como bien dice el propio autor: “
Esencia del verso el silencio” , somos una constante emanación sin descanso.
En los poemas
Lengua de fuego y Sangría, Soros siembra una semilla de metapoesía y nos convida un guiño certero y meditado sobre lo que Haroldo de Campos llama la poesía que se hace de sí misma.
El hombre es un puñado de letras en donde el tiempo va desdibujando la vida a la vez que traza las arrugas incomprensibles de la muerte. La espesura del tiempo pareciera que no pesa y que es simplemente el ingrávido peso de las horas que habitamos, el doloroso paso que implica esbozar una sonrisa, disolverse en un grito.
Cineraria así cumple la función de un espejo cóncavo en le que debemos imprimir una cierta armonía a la deformidad de nuestra existencia, porque al fin y al cabo no somos más que el todo que se reitera en sus cambios, así lo demuestran los últimos versos del libro: "Tierra estéril y desolada/ es la ceniza que soy./ Tierra del abismo de tus tinieblas/ es la ceniza a la que regreso/ Tehom." 

o. pirot

(Nota: El texto fue leído el 25 de septiembre del 2008, con motivo de la presentación de Cineraria en el encuentro literario "La piedra en el charco", celebrado en Teruel.)

sábado, 21 de marzo de 2009

Julio Espinosa Guerra (Santiago de Chile, 1974)

Julio Espinosa y Oscar Pirot
17 abril 2007, recital en Café Gaudeamus

Hay amistades oscilatorias, relaciones imantadas por una gravedad circular que gira como un faro en busca de alguna huella, una gaviota, una grieta en el horizonte, un barco. Pese a la lejanía espacial que nos separa y a la intermitencia casi astral de nuestros breves encuentros, mi relación con Julio ha estado siempre marcada por esta suerte de oscilación que provoca el gozo de una incertidumbre y la emoción de una causalidad. En los casi 6 años que llevamos de conocernos, la amistad con Julio se me ha revelado como una marea llena de cardúmenes de letras, de algas detallistas, corales reflexivos, medusas cordiales, peces de café, versos en su tinta. Podría referirme aquí a muchos de nuestros encuentros en Madrid, pero uno de los que palpita con más claridad es cuando me invitó a comer a su antiguo piso madrileño cerca del metro Argüelles. Lo primero que me llamó la atención cuando conocí a Julio fue la agudeza de su conversación, el aura meditativa que envuelve sus palabras, su sencillez, su cordialidad y más aún ese proceso de sedimentación del lenguaje en el que uno se sumerge cuando lee su poesía. Esos detalles no han dejado aún de sorprenderme. Recuerdo que cuando entré a su departamento una cálida armonía se apoderó de mí. Después de haberme dado un recorrido por su piso y de conversar nos dirigimos a la cocina. Ahí se dio una operación curiosa y en cierta medida bipolar, ya que al tiempo en que cocinábamos nuestra conversación, Julio cocinaba unas deliciosas berenjenas rebozadas que más tardes hicimos desaparecer al tiempo en que aparecía por la puerta la poeta madrileña María Guijarro. Nos sentamos lo tres a charlar y de pronto, como por acto reflejo, comenzamos a leer poesía. Julio sacó casi un centenar de hojas tatuadas con poemas inéditos los cuales nos compartió. Aquellas hojas contenían los poemas de su actual libro NN y gozamos de una tarde placentera. Tiempo más tarde, al enterarme que NN había sido galardonado en 2007 con el premio internacional de poesía Sor Juana Inés de la Cruz, inmediatamente se recreó en mi memoria aquella tarde en la que nos había recitado parte del libro, y esbocé una sonrisa que dibujó en todo mi cuerpo el rostro de la admiración y el de la felicidad compartida que me provocó la noticia de aquel premio. Hay un detalle que nunca olvidaré: en el año 2004, días después de aquél terrible atentado de Atocha, nos encontrábamos en el Café Libertad con motivo de un recital; Julio se subió al pequeño estrado, justo al lado de ese piano humilde y entrañable que duerme en un rincón, estaba perplejo como todos, con una larga tristeza que se respiraba en un mar de taquicardias. Dirigió unas palabras y organizó una lectura improvisada de poemas como un gesto de duelo y condolencia por las víctimas, invitando a subir al estrado a varios de los que estábamos allí para intentar sembrar en el aire un poco de poesía, un delgado hilo de luz en medio de tanta tiniebla. Ese día respiré muy hondo una de las cualidades más nobles y gratificantes de la poesía: la fraternidad entre los hombres.

o. pirot

martes, 17 de marzo de 2009

Algunos Poemas de Memoria del agua


Bostezo nocturno

Del cenit al nadir
cueva de aire
la boca minúscula
puerta de navajas
inhala de un gesto
el cadáver del día.



Niebla

En la niebla se insinúa
la ceguera del paisaje.



Post Mortem


Al despertar:
cabellos en la almohada,
pestañas huérfanas,
lagañas en el lagrimal,
pájaros que pronuncian nuestro bostezo.

En los pliegues de las sábanas
algo nimio se queda
mientras el cuerpo se levanta para el día.

Algo digno de microscopía
que no detecta la mirada,
apenas como el polvo
en el rayo de luz que se devela.

Al despertar:
millares de células muertas
sobre el silencio tendido de la cama.

Pero con gesto pueril
nos largamos a la ducha
sin saber que a diario
un cadáver ensaya nuestra muerte.



Contacto

Con la mirada
toco el paisaje. Mientras
quietas mis manos.



Elefantes

Ebrios gigantes que no olvidan,
monolitos de lodo ennoblecido,
trompetas de marfil,
respiración que alarga,
trompas que conducen a una cueva,
palafitos donde las aves pican
los rescoldos del Pleistoceno.

En el zoológico de Chapultepec
no para verlos
mi padre me cargaba para darles de comer
cacahuates sin pelar sobre mi mano.

Un instante y la trompa,
inaudita aspiradora,
sin tocarlo esfumaba el alimento.

A la mitad de una sonrisa
oscilaban como barcas en el muelle,
balanceándose,
casi con la misma gracia
con que tanta grandeza
se mece en el recuerdo.

o. pirot

El Ave Fénix del lenguaje

De acuerdo con la Física Teórica, en un universo infinito cualquier punto puede ser considerado el centro. Esto se debe a que la forma en que imaginamos el infinito responde a una naturaleza de orden cuantitativo, de tal manera que llamamos infinito a aquello que no tiene principio ni fin. Pero qué pasaría si imagináramos este concepto no cuantitativa sino cualitativamente. Tendríamos por resultado un cuerpo limitado pero que nunca deja de ser, es decir, lo que llamamos eternidad. De esta forma, considero que la eternidad no es sino la condición cualitativa del infinito.

La poesía frente al lenguaje o al pensamiento posee esta misma naturaleza cualitativa. Ya en el siglo XVIII David Hume en su libro
Sobre el origen de las ideas, mencionaba que nada puede parecer, a primera vista, más ilimitado que el pensamiento del hombre, pues puede transportarnos, por ejemplo, a las regiones más distantes del universo o incluso más allá del mismo. Pero, pese a que nuestro pensamiento aparenta poseer esta libertad ilimitada, está reducido a límites muy estrechos; en consecuencia, todo ese poder creativo de la mente no es más que: “la facultad de mezclar, trasponer, aumentar, o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia. De tal forma, continua Hume, que cuando pensamos en una montaña de oro, unimos dos ideas compatibles que conocíamos previamente”. En lo que respecta al lenguaje ocurre una cosa parecida. Noam Chomsky, en una conferencia ofrecida en Nueva Delhi y recogida en el libro La arquitectura del lenguaje se refiere al empleo infinito de medios finitos, haciendo hincapié en cómo la mente puede llegar a generar un sinnúmero de expresiones.

Podríamos afirmar, en cierta medida, que el lenguaje cotidiano se nos presenta como un cuerpo de infinitas expresiones, como una especie de sustancia que siempre se expande a ritmos irregulares y en una inmensa pluralidad de voces. Frente a esta imagen inconmensurable, tenemos la imagen concreta y finita de la poesía. Sin embargo, desde mi punto de vista, la poesía, pese a ser un cuerpo finito, goza de una eternidad que no posee el lenguaje cotidiano que se nos presenta como un cuerpo infinito. Considero que la poesía es más real que el lenguaje cotidiano porque siempre se reitera sí misma sin la mutabilidad del discurso. El poema es un cuerpo con un principio y un fin pero que nunca deja de ser. El poema, sea leído o no, siempre se está diciendo así mismo, goza de una armonía y circularidad que lo hacen peregrinar en el tiempo. Esta capacidad de síntesis y concentración propia de la poesía hace que las palabras se aglutinen, se aprieten hasta desangrar su esencia original. La poesía es pues un tiempo detenido dentro del tiempo, un instante eternizado que nunca deja de ser: la poesía es el ave Fénix del lenguaje.

o. pirot

Gotas de luz

Gotas de luz: anécdotas, aforismos, reflexiones, ráfagas conceptuales que en conjunto se presentan como una especie de poética desarticulada, como una arquitectura intermitente que me va habitando poco a poco. 

*

El asombro permite que uno no sea sombra.


*

escribir : deshabitar el cuerpo : habitar el lenguaje.

o. pirot

Jesús Urceloy (Madrid, 1964)

El primer poeta con el que tuve contacto en Madrid a mi llegada en el año 2002 fue Jesús Urceloy. Lo conocí en el emblemático Café Libertad situado en el barrio de Chueca. No podría precisar con exactitud la fecha en que sucedió ese encuentro, pero pese a ello, lo que sí se recrea en mi memoria es aquella pequeña escena en la que mi cuerpo irrigó pulsaciones de ilusión y descubrimiento. Eran pasadas las 8 de la noche de un día de invierno del 2002 y me encontraba en la barra del Café Libertad. El tiempo transcurría como un algodón desvaneciendo su niebla con un delicado ritmo. Pedí un café con leche. Con cada sorbo también bebía un poco de esa luz acogedora y hasta cierto punto de vista espectral de la atmósfera de aquél café. De fondo se dejaba oír con fragilidad una música de trova que fue suavemente interrumpida por la voz del camarero: - Ya no tarda, está por llegar. Llevaba conmigo un pequeño poemario que había autoeditado bajo el nombre de Vive mi tinta pocos días antes de mi partida de México a España. Ese poemario sería el germen que 3 años más tarde mutaría en el libro Memoria del agua. Pensaba obsequiar Vive mi tinta a Jesús Urceloy, y mientras me sumergía en ese pensamiento con un poco de electricidad en mi respiración, el espacio fue inundado por una presencia más que cordial. Giré la cabeza y lo vi. Me impresionó su aire de roble, su voz cobriza y estentórea, su sombrero que despedía una procesión de fantasmas bohemios, sus lentes como ventanas transluciendo la bondad de su rostro. Sin que me diera cuenta de pronto me encontré en medio de una pequeña conversación. Su amabilidad brillaba sin cesar como las luciérnagas que bailan en el pabilo de una vela. Le obsequié el poemario, leyó algunos poemas e inmediatamente me señaló los acentos más particulares de los versos. Yo no hacía más que admirar la facilidad con la que hilvanaba sus comentarios. Al poco tiempo me despedí de él y sentí como si Madrid me tendiera su primera y verdadera caricia de letras. Días más tarde hablamos por teléfono y con gran gentileza me invitó a participar en el ciclo de recitales que en aquel entonces coordinaba en el Café Libertad. Ese detalle fue la grieta por la que más tarde llegarían una marea de amistades y descubrimientos que aún siguen alimentando mi estancia en Madrid. Hace mucho que no lo veo, la última fue en aquel recital  que ofreció en la sala Nautilus (sala que coordinaba el poeta Gonzalo Escarpa). Pese a ello, sólo al escribir estas líneas late en mí con fuerza aquel pequeño encuentro que aún me baña con su inmensidad luminosa. 

o. pirot