domingo, 28 de marzo de 2010

Sobre la poesía de Alfonso Reyes


"La imperativa sencillez del canto"
(Conferencia dictada el 26 de noviembre del 2009 con motivo del homenaje a Alfonso Reyes en el Instituto de México en España)


Uno de los momentos más curiosos y conmovedores de la edad de oro de la literatura japonesa tiene lugar en el lecho de muerte de su más alto representante, el poeta Matsuo Basho. Antes de  morir, uno de sus discípulos le preguntó cual sería su último Hai-ku, a lo que Basho respondió: “no hay entre todos los Hai-kus que he compuesto en mi vida, uno solo que no sea mis últimas palabras”.  Esta frase, esplendor de tibia muerte, puede aplicarse sin menoscabo a la obra poética de Alfonso Reyes. ¿Por qué atreverse a decir que los poemas que escribió una persona fueron en conjunto sus últimas palabras? Por una razón sencilla y a la vez sustancial: porque las últimas palabras siempre son las recién nacidas, mientras que las primeras no son sino sombras petrificadas, escritura inamovible. Hasta los últimos años de su vida, el humanista mexicano no dejó de reflexionar sobre su poesía, releyéndola, añadiendo cosas, retocando, o castigando incluso algunos de sus poemas; es decir, que hasta el final estuvo al pendiente de sus versos y, al hacerlo, sus poemas en general mutaron en una escritura añeja pero a la vez recién nacida, justo como un silencio acabado de pronunciar. 

En este sentido, la obra poética de Alfonso Reyes se constituyó como un óleo al que nunca se le dejó de acariciar con el pincel, como un temblor de letras que no dejó su oficio hasta cuajar en el rigor más perfecto, en la lucidez más esbelta. En el prólogo al Tomo X de sus obras completas, libro que contiene la totalidad de su poesía, el propio Reyes afirma: fuera de casos extraordinarios, un poema hoy retocado sigue siendo el mismo de ayer, aun cuando, en términos platónicos, represente una mayor aproximación al poema que está en el cielo.

Esta vocación quirúrgica que siempre mantuvo Reyes para con su obra, quedó ingeniosamente expresada en uno de sus innumerables encuentros con Borges; en aquella ocasión, en la que ambos se cuestionaban acerca del sentido de publicar, el escritor mexicano confesó al argentino:  Publicamos para no pasarnos la vida corrigiendo los borradores”.  Cual sería este ímpetu de reflexión sobre su obra que, en 1953, a 6 años de su muerte, Reyes, en una carta inédita dirigida al crítico Rodríguez Monegal, escribió: quiero que la literatura sea una cabal explicitación, y, por mi parte, no distingo entre mi vida y mis letras. ¿No dijo Goethe: Todas mis obras son fragmentos de una confesión general?  

Tal vez por esto, entre otras razones, a Reyes le daba miedo la palabra antología, incluso siempre se rehusó a preparar la suya. Si sus poemas habrían de juntarse, ninguno de ellos tendría que faltar. Omitir algunos por razones electivas- y no estéticas-  habría sido cercenar un mismo cuerpo, arriesgarse a ofrecer, como él mismo decía, no flores sino espinas. Este impulso de totalidad, similar al que encausó Luis Cernunda con su libro La realidad y el deseo, terminó por agrupar los poemas de Reyes bajo el nombre de Constancia poética, título que encabeza al ya citado tomo X de sus obras completas.

Hablar de la poesía de Alfonso Reyes, como de cualquier aspecto de su obra, resulta, en cierta medida, insatisfactorio; primero, porque la vastedad de su escritura se impone majestuosamente a cualquier primer intento de digestión conceptual, y es que 26 tomos resultan, de tan reales, inimaginables; y  segundo, porque dicha vastedad está infestada de erudición y encantamiento. No por nada Octavio Paz dijo que hablar de Alfonso Reyes no era hablar de un escritor sino de toda una literatura. Reyes es en sí, un proceloso caudal de letras. 

Constancia poética, se nos revela entonces como el punto real y definitivo a su poesía. El libro se publicó justo en el año de su partida en 1959. Algunos creen que incluso pudo haberlo visto terminado, o al menos en un proceso avanzado de edición. Reyes se disolvió de los párpados del mundo un 27 de diciembre, días antes, el 11 del  mismo mes para ser precisos, abría los párpados al mundo su poesía completa. Causalidad astral o fatalismo griego, su poesía se nos presenta como el relevo de su existencia, como el  halo luminoso al que Virginia Woolf se refería para describir la forma en que se nos presenta la vida, quizá como una evanescencia difusa e inapresable, quizá como un espejismo carnal.

Este décimo tomo reúne 7 apartados en los que tiempo y espacio se confabulan para ofrecernos el retrato escritural de un hombre que se consagró durante más de 52 años a derramar versos.

En términos generales, la poesía de Alfonso Reyes está fuertemente marcada por un seísmo temático, estilístico y geográfico, que lo convierten, a mi modo de ver, en un poeta tentacular. Con esto quiero decir 3 cosas: la primera; que su obra se engendró en diversas partes como México, Madrid, Buenos Aires, Río de Janeiro o París, sin contar los otros múltiples lugares a donde Reyes viajó; la segunda, que su estilo es dúctil y escrupuloso, es decir, que no se amilana ni frente a la sencillez de lo coloquial, ni mucho menos frente a la exigencia que implica reinventar un drama del teatro clásico griego; y por  último, que su variedad temática es exquisita  además de inagotable.

Atreverme a realizar en estas páginas  un recorrido riguroso y casi alfabético por los 7 apartados y  las más de 20 secciones que contiene Constancia poética, sería imprudente y extenuante por mi parte; además, considero que más allá de evidenciar al autor, lo que se pretende con este breve homenaje es imantar al lector, atraerlo al magnetismo que irradia la poesía de Reyes.  ¿qué mejor homenaje que incentivar la lectura de alguien que merece ser leído o releído? Así que me limitaré a tender anzuelos y no redes.

Desde sus primeros poemas, Reyes muestra una versatilidad formal que le dan a su obra un irradiante frescor. Lo mismo incursiona en el soneto, que en poemas dialogados, llegando incluso a la especial musicalidad de un Jorge Manrique al escribir en versos de pie quebrado. En ese período de adolescencia, el escritor regiomontano muestra una gran pasión por la cultura griega, y a su vez un lirismo depurado que le va haciendo escudriñar en las fuerzas aparentemente sobrenaturales y contradictorias del hombre, tal y como se aprecia en el poema titulado “Esta necesidad”. 

De igual forma, nos sorprende su disposición temática y su sensibilidad frente a la inmediatez del mundo. Su repertorio es amplio y generoso. Por un lado consagra poemas a Manuel José Othón, a Amado Nervo, a Juárez, a su propio hijo, y por el otro homenajea a André Chénier, a Tolstoi y a Oscar Wilde. Lo mismo sucede con el espacio, enarbola poemas dedicados a su ciudad natal, pero  a su vez se deja contaminar por sus viajes, cantando a Madrid, a Toledo, a Venecia y, años más tarde, a Buenos Aires y Río de Janeiro. Esta bifurcación temática será una constante en su obra. Reyes siempre apostó por la universalidad, por lo cosmopolita, resquebrajando cualquier intento de nacionalismo. Como lo hiciera el poeta Rilke, comprendió que la única patria del hombre es su infancia, es decir, sus recuerdos, sus primigenias heridas con el mundo, y no en sí el espectáculo material que nos rodea en el nacimiento. Supo que cantar a lo universal implicaba no solo cantar al mexicano, sino a todos los hombres de la tierra.

Con el paso del tiempo, la poesía de Reyes va creciendo y madurando de forma excepcional. La soledad, el insomnio, la infancia, la vocación de exilio, la melancolía por los amigos muertos, irán perfilando un recorrido de intimidad y una densidad lírica que nos dejarán poemas inolvidables como aquél que dedica a la muerte de su padre, caído durante la Revolución Mexicana.

Algo que sorprende gratamente y sin duda a cualquier lector de Alfonso Reyes, es la capacidad no sólo de ocuparse de cosas excelsas a través de una sencillez explícita, sino de  cómo lo explícito, llega a desnudarse de los atavismos profundos propios de la poesía, para entregarnos una delicia de humor e ingenio. Esta muestra, está recogida en el segundo apartado de Constancia Poética, titulado Cortesía, en el que encontramos desde poemas epistolares y dedicatorias, hasta décimas de cabo roto, entre otras delicias.

Si nos hemos deleitado con el exquisito contraste que existe en la poesía de Reyes, más nos sorprenderemos al ver que su más grande poema incursiona en nuevos tonos y estilo. Ifigenia Cruel, posee tan perfecta elaboración que es, junto con Muerte sin fin de José Gorostiza y Piedra de sol, de Octavio Paz, uno de los poemas más esplendorosos de la literatura mexicana del siglo XX.

Ifigenia cruel, se consolida como el punto más álgido de su producción poética, el más singular, el más imponente y el más estudiado. Es un poema dramático dividido en 5 tiempos y que se ocupa de un tema del teatro clásico griego, tal como lo hicieron Esquilo, Sófocles, Eurípides, Goethe y Racine, entre otros, y que Reyes lo retoma para ofrecernos una significativa  y meditada tragedia griega en pleno siglo XX. Cuando uno lee Ifigenia Cruel, queda completamente encandilado; pero si además lee los comentarios que el mismo Reyes hace hacia esta obra, lo normal es que uno se quede enmudecido, perplejo, sin ganas de añadir nada más porque ya todo esta tan bien dicho que es mejor resignarse a aceptarlo en vez de arriesgarse a desdecirlo.

Una vez más Alfonso Reyes logra que la erudición y la complejidad se nos presenten de una forma  certera y asequible.

Ifigenia pertenece a una raza que ha heredado una maldición desde sus antepasados, concretamente en la persona de Tántalo. Por esta razón,  se ve a punto de ser sacrificada cuando, inesperadamente, la diosa Artemisa la rapta y la conduce hasta Táuride para convertirla en una sacerdotisa cruel y de culto bárbaro, propios de la diosa que le salvó la vida. La novedad que introduce Reyes es que Ifigenia sufre un aborto de memoria, es decir,  no conserva ningún recuerdo de su pasado, y teme sentirse diferente de las demás criaturas. Tiempo más tarde, gracias al encuentro con su hermano Orestes, sufre un proceso de anagnórisis, es decir, de mutuo reconocimiento y pronto recuerda su verdadera identidad. En este punto se le plantea una disyuntiva: no sabe si regresar a su casa, a sabiendas de que siempre será perseguida por los dioses, o quedarse en Táuride a seguir oficiando – cito al propio Reyes- “una vida de carnicera y destazadora de víctimas sagradas”. Finalmente, para romper con el fatalismo maldito de su raza, decide quedarse y seguir el ensangrentado camino en que la ha puesto Artemisa. Reyes, de forma magistral, le da la opción a su personaje de elegir su propio destino, entre ser una víctima perseguida o un verdugo sin escrúpulos. Esta densidad conflictiva, aunada al desarrollo psíquico y filosófico del poema, harán de Ifigenia Cruel una obra maestra y universal.  

Siguiendo en la línea del clasicismo griego , hay otro libro de Alfonso Reyes que, desde el mismo título, nos da un tono épico y a la vez vacacional, el libro se titula Homero en Cuernavaca. Sí, a Reyes le gustaba leer La Ilíada en Cuernavaca a manera de recreación y descanso. El libro posee 30 sonetos y está impregnado de un candor lúdico; a su vez, está cargado de gracia, humor y diversos trucos en los que de repente, los personajes de la Ilíada parecen que fueran nuestros contemporáneos, tal y como ocurre en el soneto titulado Llanto de Briseida.

Casi al final de su vida, Alfonso Reyes volvió a incursionar en el romance. Los versos octosílabos le gustaban  por el coloquialismo y el tono conversacional que imprimen a las palabras. Siempre mantuvo un gran interés por los relieves de la lengua y esto queda de manifiesto en su poesía.

La virtud de Alfonso Reyes consistió, principalmente, en saber brindarnos toda su erudición y sabiduría de forma cristalina. Su obra posee esa imperativa sencillez del canto que hace que lo robusto se convierta en esbelto.

Si hacemos un recuento de la obra de Reyes, siguiendo el inventario realizado por uno de sus más grandes exegetas, el crítico José Luis Martínez,  comprenderemos la magnitud de su oficio literario y el por qué deseaba que no hubiera distinción entre su vida y sus letras. Su obra pues, esta compuesta por:   veintiún libros de poesía, ochenta y ocho de crítica, ensayos y memorias, siete de novelística, veinticuatro de archivo, treinta y cinco prólogos y ediciones comentadas, once traducciones y dieciséis obras póstumas: doscientos dos libros en total, a los que habría que sumar más de 50 epistolarios y 2 ó 3 volúmenes de archivos diplomáticos, sin contar  aún su extenso Diario”.

En lo que respecta a su poesía, su primer cuaderno de borradores lo empezó desde los once años y desde ahí hasta su muerte nunca dejó de brindarnos su sensibilidad.

Con todo esto, cuesta trabajo saber que tuvo detractores y que hubo gente que le acusó por falta de acción. Afortunadamente, los grandes que le acompañaron siempre lo defendieron y le otorgaron una merecida reivindicación en el panorama de la literatura universal. Gente que ya no está con nosotros, y personas que aún siguen estando, nos han dejado un hermoso testimonio sobre la persona y la obra de Alfonso Reyes: Gabriela Mistral, Adolfo Bioy  Casares, Borges, Octavio Paz, Miguel de Unamuno, Xavier Villaurrita, Adolfo Castañón, Carlos Fuentes, Vicente Quitarte, Elena Poniatovska, José Emilio Pacheco, entre tantos otros. Ahora, con este breve homenaje desde la perspectiva de la juventud y de la más grande admiración, quisiera cerrar mi turno leyendo uno de los poemas más entrañables de Alfonso Reyes y que posee esa imperativa sencillez del canto, porque deseo  también que mis últimas palabras en esta intervención sean las palabras del propio Alfonso reyes, el poema se titula “Sol de Monterrey”.

o. pirot


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